viernes, 25 de septiembre de 2015

Serie: "De Los Hiperbóreos al Nazismo" - EL CONOCIMIENTO DE LOS ANTIGUOS

Ignacio Ondargáin

NACIONAL SOCIALISMO. Historia y mitos.
CAPÍTULO XI
(Texto revisado en diciembre de 2006)


DE LOS HIPERBÓREOS AL NAZISMO


2- El conocimiento de los antiguos

Pitágoras fue el primero en llamar cosmos al universo para indicar el orden que lo rige. El universo visible nació o se escindió del invisible y el movimiento del cosmos es la medida del tiempo. Nuestros sentidos físicos, más tardíos, en tanto que proyección de los sentidos no físicos, nos hacen visible la sincronía entre los dos mundos.

La “antitierra” es este mundo atemporal al que se accede “visitando las entrañas de la tierra”, en busca de la morada de la Piedra Oculta. Ésta es la clave para el paso a otras dimensiones y mantiene una analogía manifiesta con la teoría de los agujeros negros de la ciencia actual. Vemos cómo aquí no hay contradicción entre esoterismo, abstracción y ciencia, sino que se complementan. Para los pitagóricos el número 10 era el número perfecto. Como sólo contaban con 9 astros, asignaron a la “antitierra” el número 10, atribuyéndole una constitución absolutamente vítrea o cristalina.

De la observación, Pitágoras accedía al conocimiento y entre muchas cosas, descubrió la oblicuidad del zodíaco y reconoció que la luna recibía toda su luz del sol, como un espejo, que el arco iris, considerado mágico y sagrado hasta entonces, no era sino la reflexión de la luz, y que la estrella de la tarde, llamada Venus o Vesper es la misma que la de la mañana llamada Lucifer (portadora de luz) o Fósforo, explicando su naturaleza y su curso.

Los pitagóricos pusieron orden y belleza al caos del mundo, dando especial importancia a la música. La divina Tetraktis es la suma de los números 1, 2, 3 y 4, símbolo sobre el que juraban los intervalos musicales básicos. Tetraktis es la armonía, equivalente al Oráculo de Delfos y a esa música celestial se la denominó “El Canto de las Sirenas”, esto es, la inspiración intuitiva. Tetraktis es pues un análisis científico fundamentado en los números y las matemáticas, que identifica a las sirenas como los seres que habitan la armonía cósmica de las esferas. Es esta armonía, orden y belleza, la que refleja y abre ante el hombre la experiencia del espacio eterno e inmortal. Desde este plano se explican historias de sonidos que pueden hacer levitar, romper cristales, provocar estados propios del cuarto nivel, donde la “piedra filosofal” es la “piedra musical”. Los iniciados en la ciencia de aquel entonces podían realizar proezas como mover en el espacio las rocas, las grandes masas pétreas para la construcción de las pirámides y otros templos, al producir ciertos sonidos.

En esta visión del mundo, nuestro planeta era considerado como el mundo sublunar, un mundo imperfecto, oscuro y engañoso; el único modo de conocer aquí abajo la verdad sería consultar los números cuya clave es la divina Tetractys; la más excelsa ciencia es la armonía que fija el orden de las cosas y que regula las leyes que relacionan los movimientos humanos y divinos.

A este respecto, no dejaría de sorprender a una persona no entendida cómo el pensamiento de Jose Antonio Primo de Rivera, líder de la Falange Española, viene a referirse a la cuestión de la que estamos hablando. En sus ideas, Jose Antonio se refiere a “los números de los imperios” frente a la “impregnación en lo telúrico”. Aquí, el Imperio estaría significando la armonía, el orden y la belleza frente al caos del mundo y nos hablaría del mismo concepto, de la visión del mundo que tenían los antiguos pitagóricos. Jose Antonio Primo de Rivera, es el máximo dirigente de la Falange Española, un movimiento que surgido al tiempo de los movimientos fascistas y afines de todo Occidente, pretendía regenerar España y salvarla de un sistema social corrupto y decadente y del marxismo oportunista. En un texto publicado el 11 de enero de 1934, Jose Antonio escribía este artículo con el título “La gaita y la lira”: “¡Cómo tira de nosotros!. Ningún aire nos parece tan fino como el de nuestra tierra; ningún césped más tierno que el suyo; ninguna música comparable a la de sus arroyos. Pero... ¿no hay en esa succión de la tierra una venenosa sensualidad?. Tiene algo de fluido físico, orgánico, casi de calidad vegetal, como si nos prendieran a la tierra sutiles raíces. Es la clase de amor que invita a disolver. A ablandarse. A llorar. El que se diluye en melancolía cuando plañe la gaita. Amor que se abriga y se repliega más cada vez hacia la mayor intimidad; de la comarca al valle nativo; del valle al remanso donde la casa ancestral se refleja; del remanso a la casa; de la casa al rincón de los recuerdos.
Todo eso es muy dulce, como un dulce vino. Pero también, como en el vino, se esconden en esa dulzura embriaguez e indolencia.
A tal manera de amar, ¿puede llamarse patriotismo?. Si el patriotismo fuera la ternura afectiva, no sería el mejor de los humanos amores. Los hombres cederían en patriotismo a las plantas, que les ganan en apego a la tierra. No puede ser llamado patriotismo lo primero que en nuestro espíritu hallamos a mano, ya que eso sería tan sólo una elemental impregnación en lo telúrico. El patriotismo tiene que ser, para que gane la mejor calidad, lo que esté cabalmente en el otro extremo, lo más difícil; lo más depurado de gangas terrenas; lo más agudo y limpio de contornos; lo más invariable. Es decir, tiene que clavar sus puntales, no en lo sensible, sino en lo intelectual. Bien está que bebamos el vino dulce de la gaita, pero sin entregarle nuestros secretos. Todo lo que es sensual dura poco. Miles y miles de primaveras se han marchitado, y aún dos y dos siguen sumando cuatro, como desde el origen de la creación. No plantemos nuestros amores esenciales en el césped que ha visto marchitar tantas primaveras; tendámoslos como líneas sin peso y sin volumen, hacia el ámbito eterno donde cantan los números su canción exacta.
La canción que mide la lira, es rica en empresas porque es sabia en números.
Así pues, no veamos en la patria el arroyo y el césped, la canción y la gaita; veamos un destino, una empresa. La patria es aquello que, en el mundo, configuró una empresa colectiva. Sin empresa no hay patria; sin la presencia de la fe en un destino común, todo se disuelve en comarcas nativas, en sabores y colores locales. Calla la lira y suena la gaita. Ya no hay razón –si no es, por ejemplo, de subalterna condición económica– para que cada valle siga unido al vecino. Enmudecen los números de los imperios –geometría y arquitectura– para que silben su llamada los genios de la disgregación, que se esconden bajo los hongos de cada aldea.”

“El Mito de la Caverna” de Platón nos sitúa ante el mismo concepto, representando el mundo telúrico, material o visible como un antro subterráneo en el que los hombres viven encadenados de cara a una pared sobre la que un fuego situado tras ellos proyectaría sombras. Platón dice que “el antro subterráneo es una representación del mundo visible; el fuego que ilumina es la luz del sol”. Cuando un cautivo se libra de las cadenas y sube a la región superior saliendo de la caverna, es el alma que se eleva hasta la esfera inteligible. “En los últimos límites del mundo inteligible está la idea del bien (o la perfección), que se percibe con dificultad; pero una vez percibida no puede menos que sacar la consecuencia de que ella es la causa primera de todo lo que hay de bello y de bueno en el universo.”

Fiel reflejo de la cosmovisión de los antiguos, el Bhagavad Gita de la India aria, señala la identificación de este mundo como manifestación dual y relativa que toma su entidad de un “otro mundo” absoluto. El mundo relativo vendría a ser el campo de batalla de una guerra a muerte entre dos polos antagónicos e irreconciliables: el espíritu de la vida y el de la muerte. La manifestación material o “relativa” no sería mala en sí, sino que el mal se hallaría en la desviación perversa de la degeneración, el vicio y, en definitiva, el espíritu de la muerte. El sentido de esta lucha lo podemos entender claramente cuando en la llanura de Kurú, Arjuna cae en el desánimo negándose a combatir. Entonces Krishna le dice:
“Te lamentas por quienes no debieras lamentarte. ¡Aun son tus palabras de falaz sabiduría!. El sabio no se lamenta por los vivos ni por los muertos.
Ni yo ni tú ni esos príncipes de hombres, en tiempo alguno hemos dejado de ser ni dejaremos de ser en adelante.
(...)
El contacto con la materia, ¡oh, hijo de Kuntî!, da calor y frío, placer y dolor, que en alternativos vaivenes se funden transitoriamente. Sopórtalos con valor, ¡oh, Bhârata!.
El hombre a quien ni el placer ni el dolor conturban ¡oh, jefe de hombres!, y entre su balanceo permanece firme es merecedor de la inmortalidad.
Lo que no existe no tiene ser y lo que existe jamás dejará de ser. La verdad de ello ha sido percibida por los videntes de la esencia de las cosas.
Indestructible es Aquel que todo lo penetra. Nada ni nadie puede aniquilar a este imperecedero Ser.
Finitos son estos cuerpos del encarnado Ser, eterno, indestructible, inmenso. Así pues, ¡combate, oh, Bhârata!.
Ignorantes son quienes miran como matador al que mora en el cuerpo y quienes lo creen muerto. El espíritu no puede matar ni morir.
Porque nunca tuvo principio ni tendrá fin; ni habiendo sido cesará jamás de ser. Es nonato, perpetuo, remoto, eterno, y no muere cuando muere el cuerpo. (...) Arma alguna puede herirle ni fuego abrasarle ni agua humedecerle ni viento orearle.
Porque es invulnerable, incombustible, impermeable e inoreable. Es perpetuo, omnidifuso, permanente, inamovible y remoto.
Invisible, inescrutable e inmutable. Si así lo reconoces no has de afligirte.
Porque en verdad, la muerte es segura para los nacidos al igual que el nacimiento es seguro para los muertos.
Así, no debes afligirte por lo inevitable.
(...)
Siempre invulnerable es, ¡oh, Bhârata!, el morador del cuerpo. Así, no te aflijas por criatura alguna.
Además, advierte tus deberes y no vaciles; porque nada hay más acepto a un Kchattriya que la guerra justa.
Felices, ¡oh, Pârtha!, los Kchattriyas que militan en tal lucha, porque es no buscada coyuntura que les abre las puertas del cielo.
Pero si con desprecio de tus deberes y mancillando tu honor rehusas emprender esta justa guerra, caerás en pecado.
Las gentes pregonarán tu perpetua deshonra; y para quien bien se estima, mucho peor es la deshonra que la muerte.
Los jefes creerán que por cobardía rehuyes el combate, y te verás menospreciado por ellos que tan animoso te juzgaban.
Voces despectivas derramarán sobre ti tus enemigos difamando tu esfuerzo. ¿Qué mayor afrenta?.
Muerto ganarás el cielo; victorioso, dominarás la tierra. Así pues, yérguete, ¡oh, hijo de Kuntî!, y determínate a luchar.
Aceptando por igual el placer y el dolor, la ganancia y la pérdida, el triunfo y la derrota, predisponte a la batalla. Así no caerás en pecado.”

Según la tradición aria de la India, “el universo material es el sueño de un dios que después de cien años de Brahma se disuelve y el universo se disuelve con él, hasta que después de otro siglo empieza a moverse y se recupera iniciándose nuevamente su gran sueño del loto cósmico”. Cada año de Brahma son 3.110.400.000.000 años terrestres. Además, existirían un número sin fin de otros universos, otras dimensiones y realidades a las que nosotros podríamos acceder únicamente siendo capaces de percibir más allá de la percepción ordinaria de los sentidos, o dicho de otro modo, percibiéndolos con nuestros mismos sentidos.

Cuando se habla de la gran estructura del cosmos, los astrónomos suelen decir que el espacio es curvo; o que el universo es finito, aunque ilimitado. El universo tendría diferentes perspectivas y la nuestra no sería sino una más. Así, según diversas teorías, es posible pensar en un mundo de cuatro o más dimensiones. Vivimos en un universo inabarcable y sin límites. Si miramos al cielo, nunca podremos ver el final del universo porque llegado un punto, este se aleja de nosotros a una velocidad mayor que la velocidad de la luz. Igualmente, si lo miramos a través de un microscopio, veremos que tampoco hay límite para lo más pequeño; siempre que consigamos el medio para poder observarlo, habrá algo más y más pequeño. Lo que parecía ser definitivamente indivisible, veremos que está conformado por estructuras sucesivamente divisibles y así siempre hasta el infinito. Para que el universo tuviera un límite en lo grande o en lo pequeño, en el espacio o en el tiempo, las mismas medidas espacio-tiempo deberían ser valores absolutos. Pero estas medidas no son parámetros absolutos, por lo que, en consecuencia, toda la conformación de este universo es relativa e ilimitada, no absoluta, no definitiva ni concreta. Nada eterno, absoluto ni definitivo hay pues en este universo material.

Existen teorías que nos hablan de la posibilidad de que la cultura humana esté inmersa en una mucho más avanzada de dimensión galáctica, sin que seamos conscientes de ello. Nuestra ignorancia de esta situación sería análoga a la de un grupo de gorilas de montaña en relación a la cultura planetaria del hombre. Es decir, no seríamos conscientes de que el universo es un espacio en el que se desarrollan toda una inmensidad de planos y culturas diferentes a las que por nuestra conformación fisico-mental estamos capacitados para llegar a conocer.

Para conseguir viajar de la manera más rápida y eficaz a través del universo y del espacio-tiempo, no deberíamos echar mano de nuestra arcaica e imposible tecnología terrestre, sino de los viajes interdimensionales. La tecnología “materialista” tan sólo consigue desplazarnos dentro de la mecánica del espacio-tiempo y de las limitaciones de las leyes materiales, pero así, nunca conseguiríamos alcanzar físicamente ni siquiera la estrella más cercana. Tengamos en cuenta que a la velocidad de la luz (300.000 km. por segundo), tardaríamos más de 2 años en llegar a la estrella más cercana. Además, es imposible viajar con cuerpos materiales a la velocidad de la luz. Vamos a ver: la velocidad de la luz es aproximadamente 1.080.000.000 km/hora. En la actualidad se consigue alcanzar, aprovechando la fuerza del impulso de la órbita de los planetas, como máximo los 20.000 km/hora. Esto es: para conseguir la velocidad de la luz, deberíamos multiplicar por 54.000 la velocidad conseguida en la actualidad. Esto nos dice que, con la ciencia actual, para llegar a la estrella más cercana, tardaríamos 108.000 años. Vaya, no creo que llegaran vivos ni siquiera los descendientes de los supuestos astronautas. Recordaremos que en el plazo de 3 meses de permanencia en el espacio, sin la presión de la fuerza de gravedad terrestre, la masa ósea de la persona disminuye un 40%. Es decir, en poco tiempo, unos pocos meses, en lugar de personas nos encontraríamos con  cuerpos absolutamente deformes y gelatinosos incapaces de cumplir con sus funciones naturales. Evidentemente, en tales condiciones la función reproductora es totalmente imposible, por lo que no hay más que hablar. Todo lo que se habla de viajes tripulados a Marte no es sino la intención de distraer la opinión pública del hecho de que la “carrera espacial” es un fiasco y no existe. De hecho, los viajes tripulados llevan más de treinta años sin ni siquiera llegar a la luna... si es que alguna vez llegaron tan lejos.

Los viajes interdimensionales son el método que deberíamos utilizar si queremos conseguir viajar más allá de nuestro sistema solar o alcanzar las otras dimensiones. Se trataría pues no de viajar hacia fuera, sino hacia dentro. Finalmente, más allá de la mera fantasía e irrealidad, el acceso a dimensiones más allá de la limitada percepción de nuestros sentidos físicos es algo tanto o más real que cualquier cosa que podamos llegar a conocer en este mundo.

La realidad del mundo material está condicionada por la existencia de diferentes dimensiones. Comúnmente nosotros vemos el mundo desde una perspectiva tridimensional en la que se tienen en cuenta las dimensiones de ancho, alto y profundo. Pero, ¿podría ser que existiera alguien, un ser, o todo un mundo en el que sólo se percibieran o se vieran las dimensiones ancho y alto?. Un mundo así sería un mundo de dos dimensiones en el que no se percibiría la dimensión de la profundidad. Si a un ser “plano“ (del mundo de dos dimensiones) le hablara un ser de la tercera dimensión (la nuestra), para él la voz no procedería de ningún lugar que pudiera identificar: no la situaría en un lugar concreto, pero sería una voz real. No se trataría de ninguna alucinación, pero a su vez no sería capaz de percibir de dónde provendría esa voz. Si la entidad de la tercera dimensión abdujera al ser “plano”, introduciéndole en la tercera dimensión (la que incluye la profundidad), los demás seres planos le verían esfumarse en la nada y, cuando regresara le verían materializarse de pronto como por arte de magia. El propio sujeto, sólo podría decirles que estuvo en una situación indescriptible: un extraño estado místico o extradimensional llamado “delante” y “detrás”. Los demás seres “planos” no acabarían de creer a su congénere y tratarían de convencerle de que los seres tridimensionales no existen. Intentarían hacerle comprender que sólo la realidad plana, sin profundidad, existe (el mundo de dos dimensiones), la realidad en la que se mueven todos los seres planos: “únicamente existe el ancho y el alto –sentenciaría el doctor Plano– lo demás es delirio o fantasía”.

El iniciado busca descondicionarse del mundo y de las dimensiones, ya que estas limitan la existencia en los diferentes planos. Desde este descondicionamiento, el iniciado puede acceder a la extradimensión, conocida por algunos como la cuarta dimensión. Este es el trabajo del iniciado: descubrir la puerta de acceso a la extradimensión. Si lo consigue entrará en el otro mundo con plena consciencia.

En el monasterio benedictino de Leyre, en Navarra, en el siglo X ocurrió un extraño suceso que nos ilustra la relatividad del espacio-tiempo y cómo todo el tiempo de este mundo puede ser tan sólo un instante en la eternidad. El abad Virila, mientras paseaba por los bosques de roble de la montaña en torno al monasterio, meditaba sobre cómo podría ser que sea eterna la felicidad en el paraíso. Así, mientras daba vueltas a este pensamiento, se sentó junto a una fuente a donde acudió un pájaro azul. Virila quedó escuchando el canto del pájaro hasta que este remontó el vuelo. Entonces, el abad se levantó y retornó hacia el monasterio. Ya de vuelta, se dio cuenta que el monasterio estaba cambiado y tampoco reconoció a los monjes con quienes se encontraba. El hecho es que lo que para el padre Virila había sido el  breve canto de un pájaro azul, en realidad habían transcurrido tres siglos en el mundo. El monje encargado de los archivos, revisando los libros vio que ciertamente hacía muchos años, un padre llamado Virila había ido a pasear por el bosque y nunca más se le había vuelto a ver. Se le había dado por muerto, e incluso se habían celebrado funerales por él, pues se pensaba que habría sido devorado por las fieras del bosque. Reaceptado en el monasterio, Virila acabó sus días envejeciendo como un hombre más, aunque había en su vida una laguna de tres siglos que nunca había vivido. La Iglesia reconoció el milagro, siendo conocido desde entonces como san Virila.

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